Cuando
una persona con fuertes convicciones humanistas, pacifistas e
internacionalistas se plantea los problemas y consecuencias de las guerras y, concretamente,
del uso de tecnologías devastadoras como son las bombas nucleares no puede
reaccionar de otra manera que no sea sintiendo rabia y frustración.
La
Humanidad ha tenido momentos en los que ha quedado totalmente desgranada, donde
los países, las ideologías y los planteamientos de amigo/enemigo han
contribuido a eliminar, erradicar o acallar a lo diferente. El fracaso de la
razón, de la hermandad y de la convivencia de las comunidades ha cristalizado a
lo largo de la historia en guerras y conflictos con una creciente sofisticación
de los utensilios de muerte, destrucción y purga del que no es “amigo”. Estos
actos bélicos tienen lugar en numerosas ocasiones como consecuencia de un
conflicto no resuelto, o mal resuelto, por las vías del entendimiento.
Uno
de los problemas de las guerras siempre ha sido la dificultad de separar la
lógica de los bandos de las personas ajenas al conflicto, lo que llamaríamos
“civiles”. Dentro de esta lógica de los frentes podría parecer que el civil no
es más que el enemigo desarmado que sostiene al enemigo armado. Mucho más allá
de esta simpleza, siempre habrá personas y familias que carecen de alternativas
para no verse involucradas en el conflicto, aunque no sustenten las ideas y
reivindicaciones de uno de los bandos.
Es
por ello que toda guerra o conflicto siempre genera, ya no perdedores, sino
consecuencias traumáticas, tensiones y otros problemas a las sociedades que las
padecen. Esto es especialmente cierto cuando se utiliza una violencia
desmesurada como la que representa la tecnología nuclear. Basta con ver las devastadoras
imágenes de Hiroshima o Nagasaki para traumatizarse. Las bombas nucleares no
son comparables a ninguna otra tecnología empleada en la guerra. Ni las bombas convencionales,
los agentes químicos o los gases más sofisticados pueden compararse con su
magnitud y poder destructivo, en especial, cuando se usan contra ciudades y
contra población civil como muestra de poder.
Y
es que sólo hay una lógica peor a la de destruir ejércitos para rendir
civilizaciones y es destruir civilizaciones para rendir ejércitos. Este es un
paso que dio la humanidad en la Segunda Guerra Mundial y que todavía presenta
algunos coletazos ideológicos. Personas que todavía piensan que es mejor
destruir el mundo a que el “enemigo” tenga poder sobre él.
Por
eso la reflexión que debemos de hacernos es: - ¿Qué precio y qué costes
queremos asumir antes de acabar reconociendo que ninguna bomba nos va a salvar
de los problemas que nosotros mismos hemos generado? ¿Necesitamos destruirnos
para demostrarlo?
Si
las personas que nos sentimos humanistas e internacionalistas y que pensamos
que hay que encontrar la solución a todo conflicto mediante el acuerdo
mutuamente beneficioso no damos un paso al frente, mostramos nuestra voz y
actuamos, otros lo harán. Sobran los
ejemplos históricos para pensar que nos arrepentiremos por no haber actuado
cuando se pudo.
Es por ello que me
gustaría reivindicar, no sólo la eliminación de las bombas nucleares por sus
nefastas consecuencias sobre la vida y sobre el planeta, sino también reivindicar
que hay alternativas frente a la sinrazón de la guerra y el frentismo: la
colaboración y el humanismo.
Con
toda la energía, un fuerte abrazo socialista y feliz día.
Alejandro Alcay Martínez, (Militante de las JSA-Zaragoza).
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